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Hilda Saray Gómez González
Si el siglo XX mexicano se inaugura con la Revolución, el XXI lo hace con un profundo cuestionamiento o por lo menos, con una gran desestabilización de los conceptos que configuraron la noción de lo nacional y su historia. El discurso creado por la Revolución triunfante y sus caudillos, impulsó desde el Estado la narración de la Patria mexicana con su panteón de héroes que la hicieron posible, sus hechos heroicos y ejemplares, sus batallas y sus fechas póstumas. Pancho Villa y los niños de la bola, de Alborde Teatro, nos muestra el revés de la trama de ese discurso. Nos expone a la microhistoria de una región nacional donde los ecos de la Revolución no son sólo retórica, sino experiencia de vida cotidiana y donde la política aterriza para expresarse en emociones y pasiones.
Vemos así, que en su puesta en escena Pancho Villa… acude a los relatos de la tradición oral y la experiencia familiar para reformular el imaginario regional y su pertinencia en tiempos en que los grandes relatos –históricos, estéticos- están en crisis. La obra nos lleva por recorridos emocionales y estéticos que a mi modo de ver pone en cuestión dos grandes mitos mexicanos: la historia nacional y la masculinidad asociada con el machismo.
Por una parte, el mostrar en escena a un Francisco Villa despojado del estereotipo, para exponerse como un hombre que se conmueve y que deja ver sus debilidades emocionales no es cosa menor, pues propone otra manera de acercarse a una figura que se ha llenado de simbolismos para ilustrar discursos políticos. A la reconstrucción de esta figura se suma la búsqueda interior del personaje principal, el que fragmentado en tres momentos de su existencia, nos cuestiona sobre la unicidad del individuo que va siendo a lo largo de la vida en vez de ser el mismo de una vez y para siempre. La infancia, juventud y madurez de Alfredo Chaparro y sus recuerdos, su necesidad de expresarse y la importancia que tiene la figura de lo femenino en su existencia son otros rasgos que nos muestran un modelo alterno al hombre que debe aguantarse porque es muy macho, al que no llora y reprime sus emociones porque sería mal visto. Con estos personajes, la Revolución Mexicana aparece ya no como la gesta de los machos en la disputa del poder, sino como el entramado de vida que aún tiene impulso en el imaginario social y no por sus evidentes efectos políticos, sino por el modo en que los acontecimientos se convierten en hechos históricos y cómo más allá de la historia oficial hay un sustrato humano que siempre está en movimiento.
Alborde teatro, en este sentido, pone en escena una historia que es la representación de la Historia pero desde una voz alterna, desde la voz del subalterno, aquel que los macrodiscursos no consideran, desde la vida de aquellos personajes que no cuentan para el recuento del poder pero que resultan altamente significativos para hallar otros niveles de comprensión de nuestra circunstancia mexicana. Desde el norte, el teatro cuestiona al centro político y retórico del país para mostrarse como un espacio donde se debate lo que se creía inamovible, donde las ideas de género, identidad y nación, más que conceptos cerrados son espacios vacíos que históricamente se llenan y vacían de significado y que en todo caso, no encarnan modelos a seguir o metas a alcanzar, sino procesos de lo que está siendo ahora mismo, como en el teatro.
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