viernes, 24 de noviembre de 2006

Hagamos un tambor con tu piel





Fernando de Ita


Sobre Doble suicidio


Es fácil tomar a burla el tremendo respeto que tiene Abraham Oceransky por la cultura oriental, pero antes de hacerlo hay que considerar que este singular creador de nuestro teatro no es un advenedizo en la materia. De hecho, el viento del lejano oriente sopla en la obra del maestro desde sus primeros trabajos para la escena. Cuando nadie tomaba como modelo de movimiento la mecánica corporal de los samurais, Oceransky la utilizaba para marcar su raya en el escenario, en obras memorables como Simio y Acto de amor.

La occidentalización de Doble suicidio, la obra emblemática de Chikamatsu Monzaemon, dramaturgo japonés del siglo XVIII, es la cima de una fascinación compartida por Abraham con grandes figuras del teatro europeo como Antonine Artaud y Jerzy Grotowski. Ahora sabemos que Artaud confundió los principios del teatro balines, y que esa confusión enriqueció notablemente la ética y la estética del teatro europeo.

En esta ocasión, el fundador del Teatro Studio T, con sede en Xalapa, no utiliza, como en otras obras, la influencia del teatro oriental para definir la forma de su puesta en escena, sino que apuesta de plano por la mimesis del Kabuki y el Banraku para reinterpretar, como él dice, la tragedia de dos amantes que, a la manera de Romeo y Julieta, son condenados al suicidio por las costumbres dominantes.

A Monzaemon se le considera el Shakespeare japonés, y sus obras son representadas con veneración por todo lo que le dicen a sus coterráneos. Hasta un mero aficionado como yo al teatro oriental sabe que los textos de ese teatro no se expresan solamente en palabras sino que la intención verbal es completada por los gestos y movimientos de los actores. En otras palabras, hay códigos formales, posturas ancestrales, gestos específicos, movimientos precisos que conforman el alfabeto del teatro oriental. Se puede, entonces, contar la historia de Koharu y Digei a la manera occidental, esto es, textualmente, pero es prácticamente imposible narrarla culturalmente porque nuestros actores y nuestro público no tienen los referentes necesarios.

Por ello, es difícil apreciar el enorme trabajo del director y los intérpretes para colocarse en la postura física y mental que exige esa manera de contar el mundo. Se ve que hay una disciplina samurai en todos los actores que participan en esta traslación de la tragedia nipona, pero el resultado siempre será limitado porque un actor de Kabuki no requiere 8 meses sino 8 años para llegar a escena.

En estas condiciones, el desmesurado intento de Oceranski por apropiarse de otra tradición no tiene la recepción que merece, y yo no culparía al público por no entrar a la convención que le proponen, simplemente porque le es ajena, y al no tener todo el poder de la tradición a la que imita, lo deja fuera.

Antes de teatrero, Abraham fue músico, y aquí está en escena tocando una versión del Shamisen. Él nos dijo que este instrumento es muy apreciado en el Japón por los sutiles sonidos que provoca, pero en sus manos sonaba, por momentos, como guitarra de rock. Acaso aquí este el resumen de su intento.

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