lunes, 18 de diciembre de 2006

"No hay que darle teatro bueno al malo"



Dirigida por Roberto Briceño, Baal de Bertolt Brecht desató ecos expresionistas del autor y su tiempo. Con audacia visual, e incluso iconoclasta, Briceño se arriesgó a echar toda la carne al asador para poner ante los ojos de nuestro tiempo este clásico del siglo XX

Gonzalo Valdés Medellín

Nutrida, aunque dispareja, ha resultado la 27 Muestra Nacional de Teatro, celebrándose en la ciudad de Pachuca, y confrontando así un sinnúmero de visiones que permean el ser y el hacer del teatro mexicano en la actualidad.

Y no pocas han sido las propuestas con acervo controversial que han dado mucho de qué hablar, aunque poco que criticar en las mesas de trabajo que para el efecto se llevan a cabo al día siguiente de las representaciones. Mesas de cuestionamiento, donde la real crítica brilla por su ausencia, en aras de no herir susceptibilidades, de no provocar conflictos a modo personal entre los creadores y, en fin, de evadir la responsabilidad analítica que haría, en su momento, de efecto concientizador de los muchos vacíos que presenta el actual hacer escénico.

Algo muy esperado era el estreno de La pista de Fernando de Ita, donde el autor y director escénico dio rienda suelta a sus amplios conocimientos en torno a la comedia de enredos, patentizándola con un lenguaje muy mexicano y un trasfondo de reflexión prehispánica, para denotar una aguda crítica a la idiosincrasia del mexicano. Desafortunadamente, el elenco no estuvo a la altura, al tiempo en que los actores, en general, se vieron impedidos para encontrar el tono y la gracia precisas para levantar el ambicioso proyecto comediográfico de De Ita que, además, se vio sujeto a un chato diseño escenográfico de Mónica Raya, que raya en el acartonamiento absoluto.

Dirigida por Roberto Briceño, Baal de Bertolt Brecht desató ecos expresionistas del autor y su tiempo. Con audacia visual, e incluso iconoclasta, Briceño se arriesgó a echar toda la carne al asador para poner ante los ojos de nuestro tiempo este clásico del siglo XX, interpretado con enjundia por un actor de ya probada y sólida trayectoria, Juan Carlos Remolina, acompañado por una numerosísima compañía de jóvenes y veteranos del teatro michoacano. Sin embargo, la larga duración del espectáculo, poco más de tres horas, la poco cuidadosa adaptación que no pudo resolver su puesta al día, y el rendimiento actoral, por lo general rutinario y monocorde, no lograron levantar este también ambicioso proyecto teatral que naufragó en la inconsistencia, a pesar de la entrega maravillosa del cuerpo actoral, de esa fe ciega en un proyecto escénico que no pudo superar las limitaciones propias tanto de formación histriónica e intelectual, como de concepción, del director y sus creativos, pese a las muy buenas intenciones que eran evidentes, sobre todo el trabajo escenográfico de José Ramón Segura, loable.

Mauricio Jiménez presentó Los niños de Morelia, de Víctor Hugo Rascón Banda; teatro en torno a los refugiados españoles en el gobierno de Lázaro Cárdenas, por desgracia se resolvió en un teatro coral esquemático, que aterriza en un texto de resonancias melodramáticas y reincidentes recursos dramatúrgicos, vueltos receta. Vencer al Sensei escrita, dirigida y actuada por Richard Siquiera, acompañado por las espléndidas participaciones de Mauricio Galaz y Rossana Vega, en un interesante performance en torno a los ninja, en tono de farsa, llevado hasta el delirio por el humor y el virtuosismo corporal de los actores.

Y el maestro Abraham Oceransky deslumbró con una propuesta que no halló el mejor eco entre el público teatrero, debido -paradójicamente- a la profunda convicción espiritual del mismo: Doble suicidio de Chikamatsu Monzaemon, intenso ritual de teatro oriental que recoge la tradición del teatro kabuki, el teatro Noh y la danza Butoh; puesta sin precedentes de un director en plenitud de facultades creadoras, mal entendido y peor valorado por la frivolidad ramplona de un gusto teatral vacuo y exacerbadamente insensible a otras manifestaciones de pureza cultural y humanística.

Dicen que no hay que meterle teatro bueno al malo; y tal vez por tanta medianía vista en esta muestra, una propuesta de grandes alcances conceptuales y rigor teatral admirable como Doble suicidio, no pudo ser valorada por aquellos teatreros que sólo buscan lo fácil, lo light, la baladí, lo chabacano. Aquellos teatreros cuyo gusto muy cuestionable se ha impuesto como moda, como panacea de lo que es y debe ser, a capricho suyo, el teatro mexicano en la actualidad. Pero ni modo, la puesta de Oceransky es extraordinaria. Y constituye lo mejor de la muestra hasta el momento.

( Publicado en El Universal Viernes 24 de noviembre de 2006 http://estadis.eluniversal.com.mx/cultura/50631.html)

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece absolutamente acertado el comentario, las butacas sonaban y rechinaban tanto en el teatro durante la función solo porque muchos de los asitentes no podían rebuznar